Edison Paucar (Quito, 1988).
Estudió Comunicación Social. Se ha desempeñado como docente y periodista. Ha participado en festivales y encuentros literarios. En 2010 ganó el concurso El Retorno de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Consta en la antología: "Los engendros de la luna". Publicó el libro de cuentos: "Malas compañías y otros caballos de Troya" (Paracaídas Editores. Lima 2012)
El abrigo de Papá
Cuando
se pierde un hijo,
se
pierde también la condición de padre.
Santiago Vizcaíno
«Mamita la
bendición», «la bendición mijito». «Papito la bendición», «la bendición mijo».
Estas eran las palabras que generalmente resonaban en la casa ubicada por La
México, donde vivía con papi y mami.
Pero las cosas
cambiaron. Mami inesperadamente se fue de casa cuando yo aún tenía trece años.
Papi dijo que ella salía de vacaciones, que regresaría pronto. «Pero papi,
mami lleva mucho equipaje. Y además llora, ¿por qué, ah? Papi, tú estás todo
pálido, mirándola con tus ojos rojizos. ¿Qué pasa, papá?».
Mami nunca regresó.
En el colegio traté
de hacer mi mejor esfuerzo, pero las calamidades ocurrían día tras día: peleas
en el recreo, deberes no presentados, uniforme incorrecto, falta de higiene,
malas calificaciones, pocas o casi nulas amistades, etcétera. Mis compañeros
decían: «ahí viene el piojoso», «el saco de polvo». Tomé la determinación de no
regresar más al colegio. Comenté lo sucedido con papá, y este aprobó mi
opinión. Él ya no tenía noción de lo que sucedía a su alrededor. Con la mirada
encendida, pasaba horas, días, sentado bebiendo de su botella de “Trópico
Seco”, viendo por la ventana de la sala la única figura posible: la empedrada
pared del callejón.
Ni bien cumplí
catorce años busqué trabajo en la carnicería de Don Jimmy: gordo y con olor a
pescado pese a que vendía carne de res; sus axilas tenían un animal marino
nadando entre los vellos quebradizos. El trabajo en sí no resultaba del todo
malo. Hambre no pasaba, podía sacar tajadas y freírles en el cuartucho
trasero de la tienda. Por la noche llevaba algo de comida a casa y se la daba a
papá con arrocito. Compraba una cola de 80 centavos para la digestión, pero él
sacaba su frasco de licor, y con ello pasaba su sed.
Por las mañanas era
divertido estar en la tienda, las señoras venían con ropa ligera a comprar su
carne para el almuerzo, para la merienda. Entraban a manera de desfile de
modas, unas con los churos hechos, otras mal maquilladas. Lucía, la vecina de
la esquina, siempre entraba con unas gafas negras grandísimas, se las sacaba
frente al congelador y decía: «dos libras de esta», señalando la carne que más
le encantaba. Yo iba, le entregaba lo pedido y cobraba, regresando a mirar
disimuladamente el ojo hinchado que siempre llevaba. Ella cogía su compra, se
ponía las gafas y se marchaba.
Así pasaba el día,
vendiendo carne, cortando carne. Por las tarde llegaba la camioneta con la
mercancía. Don Jimmy me hacía gestos que indicaban que era hora del esfuerzo
físico. Iba a cargar las carnes recién llegadas, luego a ponerlas atrás, en el
refrigerador, para de ahí cortarle una a una las tajadas. ¿Ahí fue que mi
aspecto cambió? No lo sé con exactitud pues poco me importaba mi apariencia
física, aunque ahora caigo en cuenta, mientras escribo esta historia, que mis
manos están callosas, duras, y se me hace difícil manejar el esfero. ¿Me
disculpará, estimado lector, esta caligrafía chueca como las ramas de los
árboles escondidos de El Ejido?
Cortaba las carnes
con una destreza única. Don Jimmy me decía que tenía un don especial para
colocar el arma en el sitio correcto. Ahora creo que no se equivocó. Si
pudiera verlo ahora le diría: «¡caramba, Don Jimmy, qué profético se ha vuelto!»
Un día, si mal no
recuerdo, estaba tras la caja mirando a la calle. De pronto entró Lucía. Venía
apurada, un poco más desarreglada de lo normal. «¡Ayúdame, Pipo, escóndeme,
¿sí? Por favor, te lo ruego!» Yo, medio confundido, extendí el dedo señalando
el refrigerador. Corrió deprisa. Miré la hora: 6:45 pm. Lucía siempre viene
por las mañanas. Lucía no traía gafas. Lucía tiene ojos hermosos, cero
moretones. Lucía es muy simpática, su esposo es afortunado. Las calles de a
poco van quedando con gente similar a mí y a Lucía. Se siente frío, será mejor
cerrar la tienda. . «La carnicería está cerrada», dije a Lucía; «si desea
carne para el desayuno, mañana habrá atención normal. Don Jimmy está haciendo
descuentos: si compras cinco libras de carne, te obsequia media libra más».
Ella me miró algo extrañada, se acercó a mí y se puso a llorar: «tengo hambre»,
susurró en mi oído. Afuera los perros callejeros ladraban a las sombras de los
borrachos.
«Lucía, vamos a mi
casa», dije mientras caminábamos, «ahí te prepararé algo de comer, carne con
arroz. Es un manjar exquisito. Papá siempre lo prueba y puesto que hasta ahora
no se ha quejado, supongo que le encanta. Vamos, te fascinará. Ahí tengo
también algo de dinero, te daré para que regreses en taxi». Asintió con la
cabeza, se cobijó en mi brazo y fuimos a mi casa. Una vez ahí, freí carne;
Lucía animosa, preparó el arroz. Cuando todo estuvo listo, fui a buscar a Papá,
pero no quiso comer, o así lo entendí yo por los gestos que hizo con su mano.
Me excusé con Lucía por su falta aduciendo que probablemente ya había cenado y
que ahora necesitaba descansar frente a la ventana de la casa, que es donde
más a gusto se siente. Ella no preguntó nada más.
Lucía comía y me
miraba, yo sólo comía. Cuando tenía la boca vacía le comentaba sobre las
distintas carnes que había cortado, de lo diferente que huele una carne
congelada, de la simpleza con que se secciona una carne fina, que esa era la
mejor carne que uno necesita para hacer el trabajo de carnicero, que esa carne
era la envidia de todas las carnicerías, y que algún día se la haría probar a
ella. «Lucía, esa carne algún día te la venderé. O no, te invitaré como hoy a
casa a probarla, te gustará, lo juro». Ella comía, miraba y bostezaba. Luego
yo agregaba más datos de la carne, por ejemplo sus derivados: mortadela, jamón,
carne roja, carne blanca, carne de ternera, carne de buey, carne de avestruz,
carne de…
Finalizada la cena,
Lucía decidió ir a lavar los platos conmigo. Se acercó y dijo medio riéndose
« nada de taxis, ni carnes, ¡quiero quedarme contigo!». Al comienzo fue
extraño, no lo entendí. Le dije que no se preocupará, que el dinero no era
problema. Luego repitió su frase dulcemente y me apretó la cintura contra el
lavabo. Le dije que si prefería yo dormiría en el sillón, que ponía a su
disposición mi cama; que debajo de ella tenía un álbum de fotos de… Me besó, me
sentí un poco extraño puesto que los acercamientos con otros cuerpos en los
últimos años habían sido sólo con carnes muertas, frías. Esto era nuevo, raro,
pero acogedor. Nos zambullimos en la cocina, cuerpos vivos regocijando su
placer en el crujir de la baldosa. Todos somos uno, y en las tinieblas, la
sombra que observa y se aleja bebiendo. Luego susurros y gemidos.
Con los ojos
cerrados, el joven carnicero dejaba la niñez y fantaseando de rato en rato, los
abría para mirar los pechos duros de Lucía, su cuello delirante, y atrás, en la
sombra de la puerta nuevamente una silueta, una sombra que cargaba una botella
y observaba para luego marcharse.
Desperté en la cocina
con la boca llena de saliva. Eran cuarto para las ocho. Tenía poquísimo tiempo
para salir al trabajo. Lucía ya se había marchado. Me vestí y antes de salir espié
la sala. Papá seguía ahí sentado, dormido. Pero ahora llevaba dos botellas en
sus piernas, era diferente, siempre lleva solo una, «una por una», así decía.
La rutina fue la
misma, los mismos clientes, la misma calle. Poco antes de cerrar la
carnicería, Don Jimmy llegó al local. «Ey, muchacho, ven, bebe conmigo, soy tu
jefe. Si te rehúsas quedas despedido». Acepté. Él sentado frente a mí hablaba
de todo lo que perdió, yo hacía lo posible por no caerme de costado. Caminé
fuera de la carnicería, sin rumbo. Don Jimmy se había quedado tumbado dentro
del local, extenuado de la vida. Vagué por las calles sin tener a dónde ir.
Deambulé por callejones con olor a carne en mal estado. Me perdí en veredas de
carne de ternera, acampé en esquinas olor a mortadela. Sucumbí por túneles
llenos de pernil. Hasta que llegué a casa.
—¿Estás ebrio, Pipo?
—Sí papi, estoy
ebrio.
—Ya no soy tu padre
—hubo unos minutos de silencio, luego agregó —sabes, me gustó lo que hiciste
con esa chica que trajiste ayer.
—Lucía... ¡Me estabas
espiando!
—Eres bueno, un
«encanto» sería la palabra correcta.
Bebimos de la botella
que traía una y otra vez. Él se acercaba, sonreía, coqueteaba. Cómplice, la
oscuridad acogía dos cuerpos destinados a hundirse en la penumbra. Ahora era
el toque selectivo, ahora sonaba en mi cabeza lo que una vez Don Jimmy me dijo
en la carnicería: tienes el arma para colocarla en el sitio correcto. Y el
cuerpo a mis espaldas asentía, al igual que Lucía, gimiendo. Yo no era nadie,
solo el simple carnicero que conoció la dicha de tener en sus manos todo tipo
de carnes muertas.
Al día
siguiente me puse el abrigo de quien dijo ya no ser mi padre, y con las manos
aún cálidas, desaté el cuerpo que colgaba en medio de la sala.
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